El día pasado recordé que el cine puede ser maravilloso al volver a ver Fresas salvajes, de Bergman. Abierta la veda, ayer, cortados los teléfonos, con la única luz de la pantalla y con los auriculares puestos disfruté de El otoño de la familia Kohayagawa, de Yasuhiro Ozu. Claro: estoy hablando de películas de hace unos 50 años.
No sé cómo será el cine dentro de poco. Lo que está claro es que cuando acabe el terremoto que empezó hace un par de lustros y que no se sabe qué va a dejar en pie, no lo va a conocer ni su madre. Si desaparecen todas las salas de cine o se reservan para el cine-circo que nos viene de Hollywood (y sucedáneos) me dará pena, pero no voy a derramar ni una lágrima (de hecho ya no sé ni qué color tienen, llevo prácticamente una década sin entrar a una sala). Como José Luis Guerin decía hace un par de días respecto a la actual censura comercial "De joven, cuando vivía Franco, me veía obligado a desplazarme con frecuencia a París para ver películas censuradas en España y hoy en día, sigo haciéndolo por los mismos motivos". Así que ¿cines? ¿Para qué? De momento me quedo en mi casa... y con lo que se hizo el siglo pasado tengo para rato.