miércoles, 23 de abril de 2008

En el día del libro

Incluyo un extracto del capítulo titulado Don Nicanor tocando el tambor, que pertenece al que suelo decir que es mi libro favorito: El cuento de nunca acabar de Carmen Martín Gaite.

Ya dije en otro sitio —no me acuerdo en cuál— que lo que más anhela el hombre es ser portador de narración. Pero las narraciones hay que incubarlas, sea cual sea su argumento, dejarlas posar. La equivocación estriba precisamente en creer que unos argumentos son en sí mismos mejores que otros para embellecer al sujeto que se limita a ponérselos encima como un traje de alta costura. Existe una tendencia lamentable a confundir los argumentos con las esencias y a considerar que es más fácil alucinar al auditorio hablando de que se ha ido a la India o se ha conocido a Jean Paul Sartre que comentando lo que se ha visto y pensado en el trayecto de la Puerta de Alcalá a la del Sol o los incidentes de una conversación con el verdulero.
Tan extraordinario puede ser un relato de Stevenson sobre los mares del Sur como un cuadro de Vermeer de Delft, quien no necesitó salir de esta pequeña ciudad —unida para siempre a su nombre— para transmitirnos la luz que entraba por sus ventanas y que su pincel acertó a rescatar para siempre. Stevenson incorporó a su cotidianeidad lo excepcional y Vermeer supo convertir en excepcional lo cotidiano, dos aspectos no tan opuestos como pudiera pensarse de una misma y acendrada voluntad de hacer perdurable mediante el arte lo que de verdad ha entrado por los ojos y ha calado hasta el corazón.
Pero ante la narración vacía de estos coleccionistas de experiencias trepidantes, acumuladas con el único propósito de comprar adornos para hacer resaltar la propia figura, no cabe más respuesta que la del hastío y el desinterés. Les ha salido el tiro por la culata y no entienden porqué. Pero lo notan. Notan que cuando desgranan la enumeración de ese arsenal compulsivamente renovado, el oyente está más atento a disimular su bostezo o sus miradas furtivas al reloj que a las desdibujadas peripecias de un relato a través del cual sólo recibe nombres propios que lo mismo podría encontrar en un mapa, en el escaparate de una librería o en una reseña de notas de sociedad. Nombres en crudo, al peso, que sin haber sido sometidos a una elaboración adecuada y experta dentro del relato, nada relatan ni consiguen emitir, sino una estridencia de sones aislados y desacordes: «toc toc» y «piiii».