El martes llegué de Barcelona, mi segunda casa. Pasé allí la mayor parte del puente del 1 de mayo de vuelta de Berlín. De la tranquila y animada (sí, he descubierto que una ciudad puede ser tranquila y animada a la vez) ciudad alemana, pasar al disparate en el que se han convertido La(s) Rambla(s), el Gòtic o cualquier otro espacio barcelonés tomado por el turismo u otras manifestaciones contemporáneas fue un cambio bastante brusco. Barcelona daba pena. Acabé huyendo; siempre hay algún sitio a donde huir.
La víspera, en la conversación, ya había salido el tema. No sólo lamentábamos la pérdida de estos lugares por la voracidad turística, sino que me ponían al día del peligro que corrían algunas otras zonas, hasta ahora tranquilas, que ya estaban en el punto de mira de la especulación. La ciudad entendida, no como un espacio de, y para sus ciudadanos, sino como una maquina de hacer dinero. Cuando acaben con esta gallina de los huevos de oro irán a por otra.
Puto dinero.
Puto dinero.