Comencé a ver las olimpiadas con cierta avaricia. A los dos días abandoné: insufribles los comentaristas y las tonterías que pueden llegar a decir; insoportables los presentadores de los resúmenes que en un plató de televisión en el que no pasa nada grave que lo justifique gritan más que Gracita Morales; y definitivamente indignante la saturación y continuo goteo de anuncios publicitarios machacando a las pruebas deportivas.
¡Qué pena!
¡Qué pena!